miércoles, 29 de agosto de 2007

Capítulo primero:


No habían ni siquiera puesto un pie en tierra firme cuando ya habían escuchado un fuerte disparo seguido del bullicio que reinaba en aquel puerto de Posthmouth.

- Ah… Inglaterra. ¡Por fin!- exclamó Daniel de Morán desde la cubierta del bergantín que les llevó desde el puerto de Palos, Huelva.

Daniel de Morán era un joven de apenas 21 años que había tenido que huir de su país buscado por estafador, ladrón, mentiroso y pillo. De cara agraciada y simpática, con el pelo corto y algo revuelto, Daniel podría presumir de galán, pero nada más lejos de la realidad. Poca suerte tuvo tanto con las mujeres como con el juego, pero de corazón optimista, nunca dejaba que las adversidades le impidieran vivir como el rey de los pobres y de los desdichados. Feliz y siempre acompañado de su buen amigo Jorge Spinella. Amigo desde la más tierna infancia. Cuando Spinella se mudó al barrio de Triana, en Sevilla, desde el País Vasco, fue vecino y cómplice “del Danielito” que era como le llamaban en Triana al niño chico del señor Morán. Como el padre de Jorge entró a trabajar en la cochera de caballos del señor Morán haciendo carros para recoger los escombros de las obras y cuidando y criando los caballos que tirarían de estos, Jorge y Daniel pasaban la mayor parte del tiempo juntos, y al tener la misma edad estaban en las mismas clases y cursos.

Era Jorge Spinella un joven bello y pulcro. Lucía una media melena morena decorando unos ojos azules brillantes y llenos de entusiasmo. Siempre tenía dibujada una sonrisa sarcástica e irónica en la cara y a veces pecaba de ser un poco déspota hasta con sus más fieles amigos o parientes. Esta actitud tan arrogante les metería a ambos en más de un problema. También era más bajo que Daniel y pocas burlas soportaba sobre su estatura. Un día, corrían por la calle Castilla del barrio de Triana, Jorge con un cubito de madera lleno de naipes y Daniel con su bolsa de cuero en la que llevaba la colección de piedras que desde chico estaba coleccionando. Era su tesoro más preciado y hasta el día en que llegó a Inglaterra, siempre la lleva consigo. Montaron en esta calle sobre dos rocas grandes y un tablón roto que encontraron un improvisado puesto donde organizarían juegos y apuestas con intención de ganarse algún dinero con las naipes y los dados. Con la mala suerte de que, al medio día, paseaba por allí antes de misa el padre Teodoro y se acercó a ver cuál era el motivo de tal bullicio:

- ¿Pero qué está pasando aquí? ¿Qué es esta algarabía?- gritó abriéndose paso entre los jugadores que apostaban con sus monedas en las manos hasta que finalmente dio con los culpables.- ¡Vosotros! Cómo no… Tenían que ser el enano y el canijo.

Cuando el padre Teodoro intentó cazarlos, salieron corriendo y gritando entre las risas de los jugadores que allí estaban y encontraban el momento, cuanto menos, muy cómico.

Por aquel entonces, Sevilla sufría muchas inundaciones debido a la mala construcción con respecto el nivel del río Guadalquivir que bañaba, y aún lo hace, la orilla del barrio trianero y su puerto. Uno de los puertos más importantes de la península dado que poseía el monopolio de los suministros y alimentos que traían de las Indias Orientales en la ruta de la especias. Como mercado y, por lo tanto, potencia económica importante que se convirtió Sevilla, se asentaron en esta ciudad todo tipo de magias, escorias, prostitutas y un largo etcétera de gente indeseable en busca del dinero fácil.

Como iba diciendo, Sevilla sufría carias inundaciones inutilizando calles, pasajes, túneles… y recientemente había sufrido otra de estas tan fuerte que aún olía a humedad y putrefacción en las calles, Más aún, quiero decir.

Una vez puestos a salvo del padre Teodoro, los dos niños reían cuando Jorge dijo:

- El padre Teodoro te ha llamado “enano”.

Daniel paró de reírse y trató de recordar lo que había pasado. No había entendido eso exactamente de las palabras del padre Teodoro. Más tarde llegó a la conclusión de que no merecía la pena aclararle las ideas a su amigo ya que le costaría un disgusto innecesario. Pero desde ese día, nunca más volvió a ver a su amigo Jorge ir a misa.

- ¿Y mi dinero?- les preguntó el capitán que les había llevado a Porstmouth

- Le dijimos que le pagaríamos al llegar y así lo haremos. Un momento, por favor. No se impaciente.- dijo Jorge.- ¿Acaso no confía en nosotros?

Tras mirarlos de arriba abajo, los dos sonrientes y despreocupados, contestó:

- No.- y dicho esto, se fue a ayudar a la tripulación con los cabos

Cuando estuvo lo bastante lejos, Jorge y Daniel suspiraron y borraron sus forzadas sonrisas.

- ¿Por qué siempre tienes que preguntar eso de “¿Acaso no confía en nosotros?”?- preguntó Dani.

- Tengo la esperanza de que algún día alguien conteste “Sí”, para variar.

Los dos estaban apoyados sobre el guarda-aguas de proa mirando Inglaterra y cómo de animada parecía la gente. Había borrachos y mujeres de calle por todo el puerto. Marineros trabajando en los barcos atracados, carreteros ofreciendo frutas, otros almejas y mejillones y hasta un hombre que aseguraba llevar en su carretilla la cura del escorbuto.

- ¿Y ahora qué hacemos?- preguntó Jorge sin parar de mirar tal paisaje urbanizado.

- Estoy pensando…

- ¿De dónde sacaremos los treinta y dos reales? Solo tengo una moneda de a ocho que rompí para dar el cambio. Y este hombre le veo con ganas de ahorcarnos

- Te he dicho que estoy pensando… Y no me estás ayudando.

- Bueno… siempre podemos vender tu colección de piedras.

Fue entonces, justo cuando Daniel iba a contestar de malos modos a su amigo Jorge cuando escuchó la voz de una joven:

- ¡Varón Castelet! ¡Señor varón Castelet!

- Perfecto. Ya lo tengo. Ten.- le dijo a Jorge dándole el peine que guardaba en el bolsillo de su camisa.- Abróchate la camisa y péinate.

Mientras Jorge le hacía caso, Daniel se agachó y le soltó los cordones que le mantenían a Jorge los pantalones remangados y a salvo de romperse o mancharse mientras limpiaban y arreglaban las cubiertas del barco

- ¿Quién soy? ¿Quién soy?

- Varón Castellety o algo así. Suena Italiano. ¿Podrás hacerlo?

- La duda ofende, amigo mío. Y es “Castelet”

- Eso quería oír.- dijo terminando de arreglarle, sacudirle y plancharle con las manos todas las arrugas y pliegues que le quedaban a la altura de los tobillos

Daniel corrió al capitán del barco con el fin de pedirle permiso para abandonar la embarcación y recoger los treinta y dos reales que le debían. Tras dejarle claro varias veces que su compañero Jorge se quedaría a bordo mientras Daniel salía al puerto a modo de fianza, el Capitán aceptó y le dio el permiso.

Cuando Daniel saltó del barco, prácticamente, salió corriendo en busca de la joven y al verla se tiró a sus pies

- Señora mía ¿Habla usted mi idioma?

- Claro, ¿En qué puedo ayudarle?

- ¡Oh, gracias al Señor Todo Poderoso! Temía que por ventura solo supierais llamar a mi señor en castellano.

- ¿Sois vos el sirviente del varón Castelet?

- Si, señora mía. El cual me envía a pedirle a vos dinero para pagarle al capitán del barco que nos ha traído. Parece ser que algún mal nacido le ha dejado sin un real al pobre señor mío y no podemos abandonar la embarcación hasta pagarle. Bien sabe usted que en seguida le será devuelto con creces tal préstamo, además de gozar de la eterna gratitud de mi señor.

- Y ¿Dónde se encuentra vuestro señor?

- ¿Acaso no le reconoce tras de mi?- le miró desde el suelo expectante y con el sudor recorriéndole la cara.

- Nunca le vi en persona.- al decir esto, Daniel pudo volver a respirar tranquilo.

- Es aquel joven de ahí arriba.- dijo señalando con el dedo a Jorge.

Jorge permanecía muy estirado con una mano posada sobre su pecho y la otra tras su espalda mirando con indiferencia todo el puerto. Su pedantería no tenía límites.

- Muy bien. ¿De cuanto dinero estamos hablando?

La joven era hermosa. Con una melena rizada morena que terminaba en un color más castaño y más claro en las puntas. Tenía la piel tostada por el sol y una sonrisa fresca y dulce. Vestía un lujoso traje claro con un corpiño bien ceñido que alzaba unos pechos pesados y un sombrero de ala larga que le servía de parasol. No solo era preciosa, sino que además transmitía una dulzura y una elegancia difícil de definir pero a la vez, que seducía y atraería hasta al más listo.

- De cuarenta reales, señora mía.- dijo casi rozando la frente con los pies de la joven.

- Cua… ¡Cuarenta reales!

- Lo sé señora. Mas recuerde usted que le será reenbolsado tan pronto como el varón Castellety le sea posible.

Estuvo un rato mirando a Daniel y a Jorge hasta que, tras suspirar, le tendió la mano para ayudar a levantarle del suelo.

- Está bien, señor… ¿Cómo se llama, sino es indiscreción?

- Me llamo Rodrigo Galvez, mi señora. Para servirla a vos y a Dios. Y muchas gracias, no sabe el infierno por el que hemos tenido que pasar en ese barco de mala muerte. Pero no encontramos otro que quisiera salir tan pronto como este.

- Venga, levántese y déle esta bolsa a vuestro capitán. Hay cincuenta reales. Espero que le satisfagan – dijo la joven metiéndose la mano por debajo de las ropas y sacando una bolsa de cuero negro.

- Muchas gracias, volvemos enseguida. No se mueva.

- Claro que no lo haré. Vaya sin cuidado.

De camino al barco, Daniel estaba pensando. Su cabeza era una máquina de conceptos, cálculos e ideas… pero en esta ocasión… algo no encajaba. ¿Una señorita vestida con ropas tan caras y femenina se guardaría tantísimo dinero bajo las enaguas? ¿Es que en Inglaterra una señorita tan bella y fina podía pasearse por el puerto con tanto dinero, sola y sin correr ningún peligro? No era eso lo que había escuchado Daniel de ese país. ¿Y cómo podría tener la piel tan tostada por el sol? Definitivamente había algo que no encajaba. La última pista se la dio la bolsa de cuero negro. Cuando se arrimó la mano en la que llevaba tal bolsa a la cara para arrascarse la mejilla mientras le daba vueltas a sus ideas, olió la bolsa. Traía impreso un olor a mar y a húmedo que casi le echó para atrás obligándole a retirar la bolsa bruscamente de la cara.

Mientras andaba sumergido en sus ideas y sus conjeturas, llegó al barco y le dio la bolsa a Jorge explicándole todo lo que había pasado.

- Recoge tus cosas y paga al capitán. Soy tu criado y me llamo Rodrigo Galvez.

- Creo que voy a disfrutar de este papel. Voy por mis cosas.

- Tráeme mi bolsa. Está junto a la tuya.

- Creía que tu eras mi criado y no a la inversa.- rió Jorge.- Vuelvo enseguida.

- Tengo que librarme de esta farsa antes de que se le suba a la cabeza al varón Castellety.- pensaba el silencio Daniel cuando, de repente, se dio cuenta; ¿Le había dicho a la señorita “Castelet” o “Castellety”? Y si le dijo “Castellety”, como él cree recordar que le dijo… ¿Por qué no le corrigió o al menos delató el error? Y ¿Por qué demonios iba a recoger a un hombre al cual no había visto en su vida?

- ¿Estás bien, criado? Ya podemos bajar de este sucio barco.- le dijo Jorge entregándole su bolsa de cuerno.

- Gracias, varón Castelet.- sonrió haciendo una reverencia Daniel.

Los dos bajaron del navío cuando Daniel notó algo extraño en la bolsa que le había entregado Jorge. Era de cuero negro y olía a mar. Con este susto en su pecho, murmuró entre dientes:

- Esta no es mi bolsa. Es la bolsa del dinero.

- Ups… vaya error. ¿Entonces qué le he dado al capitán?- sonreía Jorge.

- Ya hablaremos tu y yo.

- No te quejes, estamos libres y tenemos cincuenta reales para nosotros.

Hablando sobre esto, llegaron a donde estaba la señorita esperándoles y se presentaron debidamente. Ella afirmó llamarse Iris Lenoir y le recordó al señor varón que tenía que devolverle los cincuenta reales que le había prestado a lo cual este contestó:

- ¿Cincuenta? En unas horas tendrás cien reales más, joven.

- Con mis cincuenta reales me conformo…

- ¿Es que, a caso, no confiais en mi palabra?

Tras guardar un pequeño silencio, ella contestó.

- Si. Claro que confío.

PRÓLOGO


Una vez más, el negro mar teñido por la noche más cerrada de ese fatídico día de principios de Junio del 1778, era el escenario perfecto y mudo testigo de un accidente que presume, lamentablemente, de tener precedentes.

En lo alto, una luna llena haría temblar hasta el mismísimo faro de Alejandría; en lo bajo, el mar y su espuma.

En un punto perdido del océano Atlántico en dirección a los puertos británicos de gran fama, una melodía se escuchaba emerger y elevarse de una sucia carraca.

La noche era muy oscura y apenas soplaba algo de brisa veraniega anunciando el calor que azotaría en apenas unas jornadas o, con suerte, unas semanas.

El marinero cumplía su tercera hora de vigilancia y tocaba una flauta que le había confiado un contramaestre amigo suyo.

El barco crujía y bailaba lentamente con la marea al son de la dulce melodía.

A la vez que tocaba el dorado instrumento, el marinero miraba de reojo la astillada cubierta que mañana tendría que lijar y pulir con piedras benditas. A la vez que su corazón suspiraba viejo y agotado por el terrible trabajo y el hambre, su melodía seguía elevándose con fuerza sobre el velamen.

El mar, la noche y su negrura solo interrumpida por algún faro de esta pobre embarcación.

Por más que otearas el horizonte, nunca adivinarías dónde empieza el mar y dónde termina el cielo. Como perdida en un vacío mar de nada, seguía el viejo barco pesquero la ruta dirección al puerto de Porstmouth donde presentar y vender la fabulosa pesca que acababa de recoger era, en ese momento, lo más importante. Una pesca muy especial que significaría una noticia increíble para toda Inglaterra pero, que a su vez, significaría un mal augurio para el afortunado pescador.

Cuarta y última hora del turno de vigilancia de este poeta, marinero y desdichado hombre. Ya iba a empezar a recoger sus cosas y su hamaca perfectamente enrollada de la red situada en el castillo de popa cuando, al mirar atrás, vio unas antorchas verdes que les perseguían como si el cielo o el mar pudiera ver a través de semejantes ojos. Al marinero se le heló la sangre de tal manera que la flauta, no solo cayó al suelo, sino que rodó escalones abajo hasta perderse por el alcazar.

El deshecho y anciano marinero no tenía ni aliento en los pulmones ni sangre en las venas. Como si estuviera congelado por puro horror. Las dos luces incandescentes y verdes se les echaba encima. Pero para cuando reunió el valor suficiente, ya era demasiado tarde.

Dos ganchos atados a unas sogas semejantes a las sogas que ataban las anclas, de unos cinco o seis centímetros de anchura, parecieron salir de debajo de las antorchas para quedarse clavadas y con la soga firme y rígida en cada uno de los extremos del pequeño castillo de popa. Acto seguido, un ruido cada vez más cercano provenía de estas sogas hasta que, finalmente, empezó a distinguir siluetas de personas que, con ayuda de unos ganchos de hierro, se deslizaban por las sogas hasta caer dentro del barco. Era un silencioso abordaje en toda regla.

Un grupo de hombres y dos mujeres pasaron junto a este marinero que aún no se creía lo que estaba sucediendo y le saludaban muy amablemente, con amplias sonrisas y con alguna que otra reverencia mientras ocupaban cada uno un lugar en la cubierta del barco.

En último lugar, llegó un hombre grande, con grandes hombros, una hermosa y cuidada barba rubia, ojos verdes y dientes impolutos. Llevaba un sombrero grande a juego con una especie de chaqueta o casaca negra adornada con una bonita espada que parecía ser de oficial en un costado.

Al llegar y ver al marinero que estaba con los ojos abiertos de par en par le dijo sonriendo de un lado:

- ¿Y bien, amigo? ¿Qué más necesita vuestra merced para dar la alarma?

- Ya de poco serviría, señor mío.- tomó aire y prosiguió.- si queréis matadme, hacedlo de una vez.

Tras examinarlo de arriba abajo, el caballero soltó una carcajada amistosa para luego proseguir:

- ¡No queremos matar a nadie, marinero! Solo buscamos a uno de vuestros compañeros. Al que ha conseguido hoy tan importante ejemplar de la fauna marina. Queremos verle antes de que lleguéis a Porstmouth.

- ¿A Mathew Fisher? ¿Para qué lo queréis?.- Al mismo tiempo que el marinero preguntaba, el caballero le hizo una señal con la cabeza a una de las jóvenes que llegaron con él y, tras haber contestado a este gesto asintiendo, la muchacha se adentró con varios hombres en las entrañas del barco. Mientras tanto, el marinero continuaba.- Fisher es un hombre honrado. No puedo imaginar qué podéis desear de él. Es muy humilde, en todos los aspectos, y no tiene nada de valor que pueda interesarle.

En ese momento se escucharon los gritos de toda la tripulación que trataba de descansar de la dura jornada de trabajo. Poco a poco empezaron a salir y a ocupar toda la cubierta obligados a sentarse en el suelo.

- Ahí se equivoca, amigo mío.- le dijo al viejo marinero mientras se acercaba al resto de la tripulación.- ¡Buenas noches caballeros! Soy el Capitán Murdok…

- El Capitán “Mala Sombra”- gritó uno de los marineros que permanecían sentados en contra de su voluntad.

El capitán, algo ofendido tanto por el epíteto como por la interrupción le preguntó a este marinero:

- Disculpe seño. ¿Podría decirme su nombre ya que usted, parece ser, conoce tan bien el mío?

- Soy el capitán de este barco. Me llamo Christian Moore.

- Oh. Encantado de haberle conocido, señor Moore.- dijo haciendo una reverencia y quitándose el sombrero de pirata enseñando, así, una brillante calva acompañada de una cuidada melena rubia que nacía en la parte trasera de la cabeza.

Al terminar la reverencia, dos de los hombres del capitán Murdok cogieron al señor Moore y lo lanzaron por la borda. Todos callaron mientras escuchaban al señor Moore gritar y golpear el casco con la cabeza hasta que perdiera la conciencia o el agua del mar inundara sus pulmones. Mientras todo esto sucedía, el capitán Murdock seguía hablando sin prestarle mucha atención:

- Por favor, no me interrumpáis. Me pongo muy… nervioso. Gracias. ¿Puede ponerse en pie el verdadero capitán de esta nave, por favor?

Tras un silencio incómodo un joven apuesto y de mirada seria y profunda se puso en pie.

- Yo soy el capitán del barco. Me llamo Oliver Guillel.

- Mucho gusto, señor capitán. Por favor, acérquese.

El joven Oliver cruzó casi todo el largo del barco hasta ponerse frente al capitán “Mala Sombra”.

- Póngase a mi lado.- le invitó cortésmente mientras otro de sus hombres se llevaba al vigía poeta con el resto de la tripulación.- Estamos buscando a Mathew Fisher.

Otro silencio inundó la nave. Antes de que se prolongara más de lo necesario, el capitán pirata volvió a insistir:

- Por favor. ¿Puede el señor Mather Fisher ponerse en pie? No nos obliguéis a privaros de tan buen capitán.- dijo Murdok posando una de sus pesadas manos sobre el hombro de Oliver. Eso fue más de lo que Oliver necesitó para colaborar:

- Es ese hombre de ahí. Decidme ¿Para qué lo queréis?

Dos hombres del capitán llevaron a Fisher al lugar donde se encontraban Murdok y Oliver, en el castillo de popa.

- Oh. Solo felicitarle por su tremenda pesca de hoy.

- Mu… muchas gracias- tartamudeaba de miedo el señor Mathew.- Pe… pero en verdad… he tenido mucha suerte… No suelo pescar a menudo.

- Cállate animal.- le aconsejó Oliver lo cual hizo que una amplia sonrisa brotara en el rostro del capitán “Mala Sombra.

- ¿Por qué? Déjele que hable. La modestia es algo muy humilde, señor Oliver, capitán. No le prive de eso. Mas creo, que en este caso, no se trata de falsa modestia. ¿Verdad, señor Fisher?

El señor Fisher no comprendía qué estaba pasando.

- Hoy ha sido su día de suerte.- al capitán Murdok se le borró la sonrisa de la cara mientras sacaba lentamente su espada de la vaina y los dos hombres que escoltaban al señor Mathew Fisher le agarraron con fuerza. Del puño de la espada salía una especie de cuchara con los bordes afilados como si del borde de un cuchillo se tratara y lo acercó a la cara del pobre marinero.- ¿Me equivoco?

- No…- susurró Mathew con un hilo de voz solo perceptible por los dos capitanes que estaban frente a él y los dos piratas que le sujetaban tras él.

El capitán Oliver cerró con fuerza ojos y dientes a la vez que apartaba hacia un lado la cabeza adivinando lo que estaba apunto de ocurrir.

Mientras que el capitán Murdok, volvió a sonreir:

- Me lo imaginaba.

El mar estaba negro. Y no soplaba apenas brisa. No sabías dónde terminaba el mar y dónde comenzaba el cielo. Arriba, la Luna; abajo, la sal, pero en lugar de una dulce melodía proveniente de la flauta de algún marinero soñador, se escuchaban los terribles gritos de un marinero que yacía pataleando en la cubierta de un barco, su barco. Con las manos pegadas a la cara, llorando, gritando y, desde ese momento hasta el fin de sus días, tuerto. Había sido su día de suerte, pero ya había caído la noche y con ella, su negrura.

Sinopsis

En las tierras Británicas se masca la tragedia. Francia está componiendo una flota muy importante para atacar a Inglaterra. La guerra por la independencia de las colonias está apunto de desatarse. Los franceses habían aprovechado bien el tiempo tras la guerra de los Siete Años. A pesar de estar su armada aniquilada, en este tiempo habían incluido 74 importantes navíos de línea y en aquel momento, Inglaterra solo disponía 69 navíos de esa clase de los cuales 11 barcos estaban en tierras americanas vigilando las colonias y del resto solo 35 estaban preparadas para salir al mar. Y claro… Luis XVI al ver los fracasos de la armada francesa en la historia, pues decidió emplear mucho dinero en crear mejores navíos… y no podemos olvidar que contaban con el apoyo de las colonias en las nuevas Indias y, ¿Por qué no? De España… Pues… en medio de todo este caos, los piratas, mercenarios, corsarios y, hasta entonces, los colonos que más que una amenaza, eran una molestia, había que tenerlos distraídos… entretenidos con otro asunto que, a su vez, podría significar la financiación económica que Inglaterra necesitaba para mejorar su armada: ¡Un Sorteo! Si si… un sorteo… Pero no una lotería como más tarde inventaría Carlos III, ¡No!

La corte inglesa sortea un mapa del último tesoro helenístico que queda en el mundo. Comprar un cupón de este tesoro no es nada barato, sin mencionar la tremenda suerte que hay que tener para que te toque el premio del mapa…

Pues en medio de todo este revuelo, tres amigos españoles se verán enfrentados en la aventura más peligrosa de toda su vida. Llena de traición, suspense, miedo y… en fin… ya lo veréis.

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Me gusta mucho reír y estar en buena compañía, claro... ¿Y a quién no? Estoy constantemente haciendo cambios sobre todo en mi aspecto, pues me aburro de lo monótono y cotidiano. Me encanta que me sorprendan.